Estábamos de ti
todos enamorados.
En sillas de tijera, en aquel bar de barrio,
fumábamos los días y cuando tú pasabas
se detenía el tiempo, princesa de suburbio,
tu falda de percal y tu blusa de flores.
Eran años de plomo, de sueños y de barro,
y el mañana era un cine y un guateque en domingo,
en el que acariciarte
y oler ese perfume
que me persigue aún en las noches del frío,
ahora que te recuerdo y te invento de nuevo.
Ya no sé qué me queda de tus pasos de agua,
tal vez la sensación de mirarte cruzando
la calle cuando ibas camino a la academia,
esa mirada baja al pasar frente al grupo
de muchachos sentados en la vieja taberna.
No supimos ninguno cómo eran tus besos,
ni cómo era el tacto de tu pecho de niña.
Soñábamos contigo como soñaba Ulises
con Penélope y eras
la patria presentida,
esa que nunca fuimos capaces de ganarnos.
No he sabido jamás lo que fue de tu cuerpo,
lo que andarás haciendo ni quien te amó. No eras
más que el calor del sábado, un deseo imposible,
el buscarte en mi cuerpo en la cama vacía.
Dulce amor añorado en los ojos de todos.
Un amigo de entonces me comentó que un día
dejaste de pasar ante el bar. Alguien dijo
que abandonaste el barrio y el grupo se deshizo
poco a poco. Se fueron deshaciendo los días
aquellos en que eras princesa de mi mundo.
***