Vienen los niños. Ríen en la tarde de frío.
Caminan por la casa, saltan por el pasillo,
revuelven los cajones y piden chocolate,
gominolas y azúcar, sin que mamá se entere.
La calle está desierta. Sólo de vez en cuando
una muchacha pasa y en el jardín un pájaro
picotea los tiestos. El sueño de las horas
se hace lento en el día que se marcha despacio.
El salón es ahora un mundo de aventuras,
de dinosaurios, indios y Spiderman que lucha
contra Hulk. No sabemos a quien va a ganar Batman,
mas sabemos que hay malos que nunca son vencidos.
La alfombra es el desierto donde está el Principito,
y el gorro del abuelo es igual al del cuento.
Debajo de la mesa se encuentra el paraiso
y un tigre sin oreja salta por los cojines.
Pero, dios mío, que tarden en saber que la vida
y el gorro del abuelo es igual al del cuento.
Debajo de la mesa se encuentra el paraiso
y un tigre sin oreja salta por los cojines.
Pero, dios mío, que tarden en saber que la vida
está llena de monstruos y hay dolor en el juego,
y que el mundo no tiene superhéroes que salven
a los buenos y hay noches que habitan los fantasmas.
El cielo deber ser como casa con niños.
Una casa que se hace de algodón y papilla.
De ese sudor del juego, de la carrera loca,
de las babas del beso,
del grito y de la risa.
La vida que nos salva. Relámpago de carne,
el calor de cachorro sin prisas y sin dueño.
La casa es otra casa. Y el mundo es luminoso
cuando ellos deshacen el abrazo y los muebles.
Y, luego, cuando ellos, dejan todo el silencio
de la casa vacía, la soledad, apenas,
como un roce olvidado, se nos viene despacio
y duerme con nosotros soplando en nuestra boca.