Nada podrá llevarnos a las noches salvajes.
De vuelta hacia la sombra donde me amaste un día.
El corazón amargo y esos huesos del sueño
jamás sabrán que fuimos la palabra del ángel.
Entonces y ahora mismo, cuando se cumple el rito,
la promesa que dimos en el miedo del siglo,
podemos navegar por los trenes y barcos
que nos llevaron hasta el confín de los mundos.
No me amas, es cierto. Ni siquiera te tengo
en el ciego camino que viene de la tarde.
Estás en la penumbra, lo mismo que el pasado
de versos prohibidos y palabras calladas.
Amarte y no saberte ni cercana ni tierna.
Deshecha entre la plata de tu pecho y tu espalda.
Sabiendo que no estoy herido entre tus muslos,
Cadáver en tu boca donde mueren las letras.
Nada sé. Nada tengo. Sólo está la imposible
certeza de otro cuerpo que en nada se parece
a este extraño espejismo que todavía me evita,
y se rompe y me rompe, primavera de fuego.
Que vivas para siempre en la nostalgia de otro.
Y que tu nombre tenga todo el abecedario.
Que sueñes cada noche en sábanas ajenas.
Y que yo nada sea, salvo un leve recuerdo.