A Naranjita, que inspiró este poema, y a Susana, claro.
Comentaban que amaba los suburbios
-barrios bajos, decían- y esos bares
con las gentes sentadas a la puerta.
Botellines muy fríos y gramolas
con canciones italianas.
Comía cualquier cosa en una de esas tascas,
siempre solo. Y, ya de madrugada,
buscaba por las calles clubes turbios
de neón de colores y nombres de lugares
que nunca conociera.
Bailaba viejos tangos,
elegante y cansado, sin apenas
cambiar unas palabras con aquellas
mujeres de asfixiante perfume.
Cuando el sol recortaba
la ruina de los rotos edificios,
caminaba deprisa hacia la casa
y se entregaba al sueño
de otro tiempo feliz. No era difícil
verlo por esas calles. El cigarro
colgando de los labios. Y aquel gesto
apenas perceptible de saludo educado
cuando algunos vecinos se cruzaban
los pasos con los suyos.
Decían que hubo días, hace ya mucho tiempo,
en los que era un primor, cuando tenía
ese empaque que sólo permanece
en la mirada de aquellos caballeros
que gozaron
el calor de un cuerpo joven en sus manos.
Pero nadie sabía exactamente de sus años
de juventud. Rumores de un pasado misterioso
en Orán. Y de una huida
de una prisión donde purgaba
un delito de celos y navaja.
Una noche caliente, con el cielo
abierto por las luces de una feria,
algunos aseguran que lo vieron,
el traje ensangrentado,
bailando como un tango,
con la vieja navaja entre los dedos,
enfrente de dos hombres. A su lado,
una mujer lloraba y él decía:
“La vida nunca es nada”.
Hubo un tumulto
de cuerpos. Nadie supo
decir qué ocurrió luego. Al día siguiente
lo vimos en la puerta
de los bares de siempre
elegante y cansado. En la gramola
se escuchaban canciones italianas.