lunes, 2 de noviembre de 2015

Día de difuntos en el pueblo

Me detengo un instante. Y miro allá, a lo lejos,
el monte oscuro. El pueblo está en silencio y triste.
El arroiyo estaba un poco a la derecha.
Allí donde una tarde, quizás como esta misma,
gocé el fulgor divino de una carne abrasada.

Y ya todo lejano. Los inviernos de frío,
la huerta y el estanque. El calor de las eras,
la escuela y el domingo de cascarones rotos,
la estación y los trenes de hierro y carbonilla
que llevaban los sueños a paisajes extraños.
La iglesia oscura y el miedo de los muertos
que siento en esta hora del viejo cementerio.

Daría cualquier cosa por revivir de nuevo
en esta soledad que trae años y juegos,
el mundo, cuando el mundo me cabía en la palma
de la mano. Y yo era el muchacho que entonces
soñaba con tebeos y tenía una peonza
y un alcotán al hombro. Y un padre al que ahora traigo
flores por los difuntos. Y una madre de lutos,
ya parte de la tierra. Tierra ya. Tierra muerta.

Y, mientras fumo, siento que ya no tengo nada,
tan solo la tristeza de esta tarde en el pueblo.
Aúnque quizás me queden para siempre y me salven
los recuerdos, los nombres recordados, el pan
con aceite de todas mis meriendas y, sobre todo eso,
los cuerpos que un día fueron la sombra de los días.