miércoles, 16 de mayo de 2007

Más del relato (5)

Ahí va más de la novela:

Esperé. No pasó mucho tiempo hasta que una estrecha puerta abierta en el portalón girara sobre sus goznes y me dejara ver la cara redonda y afable de uno de los hermanos.

-Buenos días, ¿qué desea? -me preguntó.

Le expliqué que estaba haciendo un reportaje sobre el convento y que estaba interesado en ver por mí mismo el desastre que el Ayuntamiento estaba provocando. No se lo dije con esas palabras, pero sí le dejé intuir que yo estaba, sin duda alguna, a su lado y contra las intenciones de un gobierno municipal que, a la vista estaba, no tenía otra cosa que hacer que perseguir a unos pobres frailes. Sea como fuere, el caso es que logré que el hermano Juan –así se identificó- me recibiera dispuesto a enseñarme la desgracia que se les venía encima.

-Ya ve usted cómo estamos -me decía mientras me guiaba por un laberinto de pasillos, medio obstruidos por tablones, ladrillos, sacos de cemento y montones de arena-. Con esto de pararnos las obras, el Ayuntamiento nos ha hecho polvo. Pero parece que las cosas se arreglarán, si Dios quiere.

-Eso me han dicho -dije por decir algo y ojalá nunca lo hubiera dicho, porque el buen fraile me agarró del brazo y me arrastró hacia un patio empedrado, umbrío y fresco.

-¿Ha oído usted algo, verdad? Cuénteme, cuénteme... –se sentó e hizo que me acomodara en un banco de madera que se encontraba apoyado en la pared.

-No, si yo no sé gran cosa. Que por ahí se dice que el Ayuntamiento les dará la licencia, que es un problema burocrático que se resolverá pronto -improvisé.

-Dios le oiga, Dios le oiga. Porque no sabe usted la falta que nos hace. Nuestros chicos necesitan de nosotros. Ahora mismo el albergue lo tenemos cerrado y me pregunto dónde andarán ahora los pobrecitos.

La verdad es que no tenía ni idea ni de quiénes eran los pobrecitos ni muchos menos de sus andanzas, pero, respetuoso y serio, asentí con un movimiento de cabeza.

-No tienen nada más. Sólo a nosotros. Mire, mire... Usted podría contarlo en su periódico.

Se levantó y me arrastró hacia un extremo del claustro que rodeaba el patio. Me hizo entrar en una larga habitación. La sala estaba tan vacía y negra como el corazón de un banquero. El techo estaba medio hundido. El cielo raso presentaba grandes huecos y por ellos se podían ver viejas vigas medio podridas y a punto de desplomarse y el cielo no tan puro de Madrid. Unas golondrinas revoloteaban entrando y saliendo por los agujeros.

-¿Ve? No teníamos más remedio que cerrar esto. Éste es el comedor. El dormitorio todavía aguantará un poco más, pero hemos tenido que cerrar una de sus alas. Sólo nos hemos quedado con los casos más graves.

Empezaba a sentir interés por conocer a qué se dedicaban los buenos frailes, pero no me atrevía a preguntar por algo que yo mismo tendría que haber averiguado antes de hacer la visita al convento. Optimista como soy, decidí callar, confiando en que el transcurso de la conversación me desvelaría el misterio. Empezaba a pensar que, a lo mejor tenía razón mi jefe, y me encontraba ante un reportaje humano y veraniego si no digno de ganar el Ortega y Gasset, sí que me sirviera, al menos, para justificar el viaje.

Seguí, dócil e intrigado, al hermano Juan que me introdujo en otra sala que me pareció una clínica. No es que mis capacidades deductivas fueran extraordinarias, es que -la verdad sea dicha- aquella habitación, perfectamente alicatada de blanco, no podía ser otra cosa: había un armario de puertas de cristal con material quirúrgico y otro con medicamentos perfectamente colocados. Vi una camilla con una sabana de celulosa y, al lado de una ventana, una mesa de consulta en la que un hermano más joven, con una bata impoluta sobre el traje talar, hablaba con un joven delgado que me pareció conocido.

-Perdone, hermano. Es un periodista que va a hacer un reportaje para que nos den la licencia cuanto antes. Tiene mucha mano en el ayuntamiento -dijo el fraile que me acompañaba y al que descubrí de pronto una gran capacidad de fabulación.

El otro religioso se levantó de la mesa y me tendió la mano. Yo, recordando mis años jóvenes, me incliné y le solté un ruidoso beso en el dorso.

-No, hombre, no hace falta. Ya casi nadie hace esto -me disculpó el fraile.

Me sentí un punto avergonzado. Pero no estaba dispuesto a que nadie echara por tierra la educación que Don Agustín, el cura de mi pueblo, me había inculcado de monaguillo.

-Yo siempre lo hago. Es por respeto -dije más serio que un torero al iniciar el paseíllo y sabiendo que, en el fondo, me había ganado a los dos religiosos.

El muchacho que estaba sentado a la mesa nos miraba de reojo. Era un joven muy delgado, con el pelo cayéndole sobre los ojos. Le temblaban ligeramente las manos y, casi continuamente, se las pellizcaba de forma convulsiva.

-Éste es Fede, uno de nuestros pupilos -presentó el hermano Juan señalando al joven.

Fede gruñó un saludo y bajó aún más la cabeza. Supe entonces dónde lo había encontrado.

-Creo que ya nos hemos visto. -dije.

-Mira qué casualidad -intervino el hermano Juan con un tono de desconfianza.

-Es que ayer nos cruzamos en la calle. Yo es que soy un buen fisonomista -me justifiqué.

3 comentarios:

txilibrin dijo...

¡Mola muchooooooo!
¡Queremooooooooooos más!

la tierra de los sueños inconexos dijo...

Me gusta cómo describes, pero para mí no tiene mucho sentido opinar sobre otro fragmento aislado.

Me quedo con el primer fragmento que publicaste y con el libro cuando esté a la venta.

Meri.

N. dijo...

me sigue gustando... :)