lunes, 7 de mayo de 2007

Otro trocito (4)

Paso otro trozo de novela.


(...)
Me desperté con dolor de cabeza. La noche había sido larga y llena, si no de otras cosas, sí de gintonics y cervezas. Rafa había llegado muy tarde. Quedamos en el Sixta, un bar de copas de la calle de Calatrava. Me contó que el hombre que habían recogido delante de Tomás era un empleado de banca, casado no hacía mucho, sin hijos. Llevaba una vida gris y ordenada. No se le conocían enemigos y ninguno de sus allegados y vecinos supo explicar qué razones podía tener alguien para acabar con su vida.

Le habían disparado, tal como habían contado los testigos, y todo hacía pensar que el atropello había sido una forma de asegurar su muerte, como si el disparo que le había destrozado la cabeza no hubiera sido suficiente para mandarle al otro barrio. La policía -contó Rafa- estaba desorientada. Y andaba buscando el coche del que algún testigo había logrado quedarse con parte de la matrícula.

Intenté recordar a qué hora habíamos decidido irnos a la cama. Pero sólo encontré en mi cabeza un vacío absoluto. Me levanté con esfuerzo y fui hasta el lavabo. Abrí el grifo de la ducha y dejé que el agua fría me espabilase. Me sentí mucho mejor cuando, media hora después, bajé las escaleras con el pelo mojado, perfectamente afeitado, y con una estela a Varón Dandy -uno es un clásico- que a punto estuvo de hacer caer al suelo a la camarera que andaba limpiando las habitaciones.

El termómetro que estaba instalado en una farmacia de la calle Mayor, al lado del Ayuntamiento, marcaba a las diez y cinco de la mañana los 38 grados. Comencé a sudar nada más leerlo. Presuroso, me refugié en el bar Los Alpes y pedí una tostada con aceite y tomate y un café con leche. Si tenía que caer vencido por el calor, mejor hacerlo con el estómago lleno.

Cogí el periódico que estaba sobre el mostrador y leí lo que ya sabía. La policía estaba desorientada. La muerte de aquel hombre era un verdadero misterio. Nadie podía imaginar qué o quién había decidido su muerte. Su biografía era la historia del hombre anodino, perfecto ciudadano y padre ejemplar, si hubiera tenido hijos, que no era el caso.

Su retrato llenaba la primera página de local de El País. Era una vieja foto descolorida de lo que parecía una escena playera. Vestía una llamativa camisa de palmeras y maracas y lo que parecía un pantalón vaquero azul. Leí con atención la información firmada por Rafa Fraguas que destacaba la falta de motivos en aquel crimen y recogía algunas especulaciones que apuntaban a la posibilidad de que se tratara de un asesinato indiscriminado, cometido por algún loco.

Terminé el desayuno y me quedé con esa sensación de animal satisfecho que suele entrarnos después de una buena comida o, según dicen, tras haber hecho el amor. Notaba en la boca la suavidad del aceite y en el estómago la placidez de sentirme lleno. Salí de nuevo a la solanera.

Crucé la calle y entré en el Ayuntamiento. Rafa me había prometido que algún responsable de urbanismo me concedería una entrevista. Me había dicho que preguntara por Mariajo que trabajaba en Prensa y ella se ocuparía de acelerarme los trámites. Confiaba en que me contaría cuál era el problema de los carmelitas descalzos, los sanjuandedios o lo que fueran y, con lo que me contara y cuatro cosas más que me dijeran los propios frailes, estaba seguro de dar por finalizada mi investigación y, consiguientemente, mi estancia en una ciudad que me estaba ganando el corazón o, por lo menos, el estómago.

Pero no era, desde luego, mi día de suerte. El famoso responsable de urbanismo había llamado disculpándose y prometiendo que haría lo posible por verme más tarde. Salí del despacho de Mariajo, tras un intento, inútil, de tomar unas cañas en su compañía y me enfrenté de nuevo al caluroso aire de las calles de Madrid.

Sin saber qué hacer a hora tan temprana, decidí darme una vuelta por el convento. Bajé por la calle Mayor, cruce por delante del Palacio de Oriente y me metí por estrechas callejuelas, gozando del frescor de la sombra y de la belleza de los calles silenciosas. Al menos en esta ocasión, Dios se puso de mi parte y no me costó gran cosa dar con el viejo edificio, en el corazón del Madrid de los Austrias, o cerca, que no andaba yo muy ducho en historia madrileña.

Desde fuera tenía buena pinta. La puerta, de gruesos canteros de madera, permanecía cerrada. A un lado, por un agujero abierto en el muro, sobresalía un cabo de cuerda, sobado y reluciente, con un nudo deshilachado en el extremo. Me gustó el sistema. Tiré con fuerza y oí a lo lejos el repicar de una campanilla.


3 comentarios:

Cata dijo...

Mmm y si lo mataron por tener una vida gris? por ser ejemplar? o por usar camisas con palmeras???esta historia me tiene intrigada... te sigo leyendo.

txilibrin dijo...

Al igual que el trozo anterior, quería decirte que me sigue gustando.
Voy a compararte con nuestro querido House: No sé si sabes que Hugh Laurie escribe libros, yo me leí el suyo hace un tiempo, y el personaje es prácticamente como House, pero en matón a sueldo. El tuyo me recuerda mucho a él, pero más bueno, digamos, menos borde...
No sé si me he explicado, jejeje
Total, que de momento tienes mi visto bueno :P

N. dijo...

hacía bastante que no me pasaba por acá, ya se sabe, la vida períodística de esta, nuestra profesión, que nos deja casi sin tiempo. Me ha gustado mucho este nuevo pedacito de historia.