Fede no dijo nada, aunque sus pellizcos en las manos adquirieron mayor intensidad. Los frailes me miraban sin que, aparentemente, mis explicaciones les hubieran satisfecho. El hermano Juan me llevó hacia la puerta y me devolvió al patio. Buscó un rincón a la sombra y, con un gesto, me invitó a sentarme en un poyete de ladrillo.
-Fede es una de nuestras preocupaciones, ¿sabe? Espero que no le viera usted en ninguna situación -dudó buscando la palabra adecuada-... rara.
-No, no. Me lo crucé por la calle.
El fraile suspiró:
-Verá usted: Fede es un muchacho muy problemático. Está saliendo de la droga. Es un buen chico, con un pasado muy doloroso. Vive aquí, prácticamente. Sale muy poco. A ver a su familia y poco más. En estos casos, como usted sabe, lo importante es alejarles de su ambiente, sacarles de un entorno en el que la tentación les puede hacer caer de nuevo.
-Ya, ya...
-Vino hace unos meses y pidió quedarse. Le vimos tan desvalido que lo aceptamos. Con estos líos de las obras, ha sido de los pocos que se ha quedado. Nos lo pidió como un favor.
El hermano Juan buscó mis ojos esperando encontrar la comprensión que buscaba con sus palabras. Yo hice un gesto de asentimiento. No quise decirle que me había encontrado a Fede el día anterior. Ni que había sido testigo de una muerte de la que el muchacho había estado tan cerca como yo mismo.
-O sea, que ustedes lo que tienen es un centro de rehabilitación, ¿no? -pregunté intentado cambiar de tema. El fraile sonrió con alivio. A él tampoco parecía gustarle la conversación en torno a su protegido. Me apretó el antebrazo con afecto.
-No tanto. Nos faltan medios. De momento, nos conformamos con tenerles dispuesto un plato de sopa, una cama, darles el afecto que necesitan. Si usted lo cuenta, a lo mejor conseguimos los fondos que necesitamos para ampliar.
Al fin y al cabo, había venido a hacer un reportaje -humano, me había dicho mi jefe-, así que saqué la libreta y comencé a anotar los datos que el hermano Juan iba dándome, convencido en su inocencia de que por cada palabra que yo apuntaba un fajo de euros ingresaba en la cuenta que tenía abierta el convento para su rehabilitación.
Salí de allí bien pasado el mediodía. Caminé bajo un sol de justicia hacia el Gran Casino, en donde había quedado con un viejo conocido, Antonio Navarro, un periodista que conocí en una de mis escasas visitas a Madrid hacía ya -ay- tantos años. Llegamos prácticamente a la vez. Iba a entrar en el Casino, cuando oí que alguien pronunciaba mi nombre. Navarro, con su panamá impecable, camisa blanca de manga larga y pantalón crema, venía por el otro extremo de la calle con paso apresurado.
Nos abrazamos deprisa, deseando salir de la bola de fuego en que se había convertido la calle, y nos dijimos las mentiras habituales previstas para estos casos: que estábamos como siempre, que no habíamos engordado y que a ver si nos veíamos con más frecuencia.
Me condujo al comedor, a través de una hermosa escalera, mientras saludaba a conserjes que le llamaban Antoñito con viejo afecto. Se estaba bien allí. Había pocas mesas y menos comensales.
-Ahora esto está medio vacío. Hace demasiado calor para venir por aquí. O hasta aquí. Algunos que tienen a la mujer y a los niños fuera y pocos más.
Comimos sin dejar de hablar de nuestros últimos años para descubrir que nada era comparable a aquellos tiempos en los que todo había que hacerlo -democracia, periódicos, amores y artículos- con nuestro único y generoso esfuerzo.
-¿Y cómo va lo tuyo? -me preguntó Antonio encendiendo un cigarrillo, ya con la taza de café ante nosotros.
-Bien. Si es una tontería eso de los frailes... En cuanto hable con alguien del Ayuntamiento, tendré terminada toda la historia. Lo que no sabía era lo que tienen montado con los chavales de las drogas.
-Empezaron hace unos años y la verdad es que son cosas admirables. Yo no creo mucho en eso, pero, en fin...
Le conté la conversación que había mantenido con el hermano Juan y le hablé del muchacho que había visto, primero en Tomás, durante el asesinato, y, luego, en el convento. A Antonio Navarro no pareció sorprenderle.
-Fede, sí. Sé quién es -admitió-. Hice un programa para la tele cuando los frailes montaron aquello. Fue de los primeros que acudieron allí. Tiene una historia, no creas.
4 comentarios:
Buenos dias,señor Rodolfo Serrano,me han gustado mucho sus escritos y me gustaria mucho una opinion suya acerca de los mios,el nombre del blog es...todo lo que no fuimos,desde ya muy agradecido,saludos,Rodrigo.
Por ahora me parece interesante la historia, estilo novela negra según mi parecer.
Me pregunto si podría pedirte un favor (en nombre de los miopes, y en especial de l@s bibliotecari@s): podrías aumentar el tamaño de la letra; creo que si usas el mismo tamaña que para el resto de los artículos se podría leer con más facilidad.
Gracias, y saludos.
Muchas gracias don rodolfo por hacerse un tiempo para visitar mi blog.saludos desde los cuatro puntos cardinales,siempre con la esperanza al sur.
Sr. Serrano, gracias por compartir sus textos. Me gusta cómo se va tejiendo la historia hasta ahora, y más me gusta cómo nos va develando al personaje. Me va capturando...
Algunos días puedo leer, con cierta tranquilidad, los fragmentos que nos regala. Cuando lo hago, leo también sus artículos, en el orden cronológico de su publicación. Esta experiencia se ha vuelto particularmente especial: ficción y realidad, autor y periodista, límites sutiles, sugerentes, provocadores para una lectora ubicada al sur del mundo, en Santiago de Chile.
Afectuosamente,
Gabriela
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